Hay quien considera el Ashtanga Yoga un estilo exigente y desafiante por su elevado nivel de fisicidad. En realidad, lo realmente difícil de esta disciplina, y a la vez lo más beneficioso y gratificante, es su componente mental y devocional. Practicando sólo 2 o 3 días a la semana, quizá cueste entenderlo. Pero cuando te vuelves un practicante, entiendes que se necesita mucha devoción para desenrollar la colchoneta cada día.
Repetir una acción o conjunto de acciones, cada día, significa crear un ritual y el Ashtanga comienza desenrollando el mat y cantando el mantra.
Respirar rítmicamente mientras nos estamos moviendo, tratando de mantener el compás de la inhalación y exhalación para acompañar el esfuerzo físico, esperando llegar a la vez a agotar los pensamientos sin callarlos, sin ejercer voluntad alguna.
Aceptar los días malos como una enseñanza troncal.
Descubrir que donde más te esfuerzas no es donde más mejoras.
Entender que tanto los progresos como las involuciones forman parte del proceso.
Ser testigo del tiempo y sus influjos y marcas en el cuerpo y en la práctica sin dejar que afecte.
Reconocer que el fin último de la práctica no es la realización de una secuencia de posturas más o menos logradas.
Concederse el tiempo de descansar en Shavasana para permitir que la práctica se asiente y no desperdiciar la energía acumulada.
Y mañana volver a empezar desde cero, no tanto sin expectativas pero sí sin expectación, sin involucrarse emocionalmente.
Y sin saltarse el Utpluthih de cada día.
En conclusión, el Ashtanga Yoga nos enseña a parar en las dificultades y abordarlas en lugar de pasar por encima o huir. Detenerse, reflexionar y respirar en la dificultad. Aceptar la vulnerabilidad y aprovechar de ella para lo que sea. Estar, en el momento que sea, simplemente, estar.
Esto es lo que nos ofrece la práctica. Sin embargo, lo que en un principio comprendamos puede ser algo totalmente distinto. Al quedar básicamente expuestos a los efectos de una disciplina tan intensa casi sin defensas, es posible que levantemos barreras de todo tipo.
No obstante, la práctica puede ser un buen aliado: no hay mejor terapeuta que nuestra propia mente durante una sesión de Mysore. Así que esas barreras, tanto físicas como mentales, irán cayendo una tras otra, a medida que nos adentremos en la práctica con el espíritu y la actitud correctos, sobre todo aceptando el factor fundamental de la responsabilidad, es decir que cada cual tiene que hacerse cargo de “su” práctica como de sus emociones, de sus decisiones … de su vida.
Mi consejo: evita buscar ayuda fuera y confía en tus fuerzas y en tus capacidades que te mostrarán las herramientas de que dispones sin tener que acudir al exterior y terminar dependiendo de otros factores. La práctica misma será tu refugio, tu anclaje en ti mism@, tu conexión con tu interior.